Resulta complicado decir algo que no se haya dicho ya sobre esta obra maestra del cine.
John Ford, sobre todas las cosas, era un gran contador de historias, y no sólo porque supiera contarlas –los diálogos son algo que, por desgracia, ya no volveremos a ver en el cine actual, y el montaje es impecable, consiguiendo un hilo argumental que se sigue fácilmente y aumentando constantemente de intensidad, sin flaquear en ningún momento, que culmina con el éxtasis, en forma de una gran catarsis colectiva-, o porque supiera cómo acompañarlas muy hábilmente para provocar las reacciones emocionales que quería, haciendo que el espectador sea uno más dentro de la historia –qué decir de la música, la fotografía… y sobre todo de los fabulosos secundarios, todos habituales, casi fijos, en sus películas, tan familiares, que es inevitable que uno termine sintiéndose un habitante más de Inisfree-.
No, por encima de todo eso, lo que convierte a John Ford en uno de los mejores contadores de historias del siglo pasado, es su capacidad para transformar las miserias personales, esas historias pequeñas que todos queremos enterrar y que nadie sepa nunca, en grandísimas metáforas de la esencia humana, en historias universales, clásicas, que reflejan los dilemas que han atormentado al hombre desde siempre.
Esta joya del cine nunca será suficientemente valorada, pero siempre será un gran ejemplo de cómo lo interesante de una vida no es el resultado, sino el camino que se recorre. Y, desde luego, siempre será una pequeña gran historia contada por un gran maestro.
Una de mis películas favoritas.
ResponderEliminar¿Quién no se enamoró de Maureen O'Hara nada más aparecer?